En una declaración dada el año pasado, el Secretario General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), António Guterres, expresó que “la corrupción es criminal e inmoral, y representa la máxima traición a la confianza pública. Es aún más perjudicial en tiempos de crisis, como está ocurriendo ahora en el mundo con la pandemia de enfermedad por coronavirus (Covid-19)”.1
Como es de conocimiento, desde que empezó la pandemia prácticamente todos los países del planeta han tomado acciones destinadas, con mayor o menor éxito, a mitigar el número de contagios y de muertes. Las medidas han sido de diversa índole; desde económicas, sociales, laborales, de salud pública y, como no, la gran mayoría ha significado la restricción de algunos derechos fundamentales (a partir del establecimiento de regímenes de excepción).
Sin embargo, la adopción de esas diversas medidas que buscan enfrentar la pandemia desde distintos frentes, no ha estado exenta de cuestionamientos a los poderes gubernamentales que, en muchos casos, han actuado con poca transparencia, lo cual, ha generado caldos de cultivo para escenarios de corrupción.
Ahora bien, es cierto que no es posible encontrar una definición concluyente y comúnmente aceptada sobre lo que es la corrupción, sin embargo, en la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción podemos encontrar diversas manifestaciones de la corrupción, definida como: el abuso de funciones, el tráfico de influencias y el soborno, por poner algunos ejemplos.
En efecto, si ya de por sí la corrupción constituía un mal endémico que atacaba constantemente la institucionalidad de los Estados, la “nueva normalidad” traída por la pandemia ha acrecentado exponencialmente dicho mal. Esto se explica por diversos factores: el uso de grandes cantidades de recursos económicos que dificultan las labores de control y fiscalización; los mecanismos de simplificación excepcionales por la situación de crisis que dejan expuestos los espacios para la corrupción, y la falta de atención de los medios de comunicación y de la población en general en lo que concierne al uso de los recursos públicos ya que centran su atención en temas de salud pública.
Claro está que estos son solamente algunos motivos que pueden explicar que la corrupción haya ganado más terreno en el contexto mundial actual.
Existe la errónea percepción de que la corrupción es un delito sin víctimas. En realidad, la corrupción es un delito que deja múltiples víctimas e, inclusive, hace víctimas a las futuras generaciones que tiendan a normalizar las conductas anti éticas integrándolas como parte de la dinámica de la sociedad.
Asumir la función pública en el Estado, implica no sólo tener la idoniedad técnica para el cargo, sino algo más fundamental, que se resumen en el verdadero compromiso con la sociedad y con los valores éticos. A su vez, esto supone que la sociedad tiene derecho a que el manejo de la cosa pública sea llevado con transparencia y rendición de cuentas.
En nuestro país, el Tribunal Constitucional ha hecho referencia al “principio de buena administración”; señalando que dicho principio se desprende del artículo 39 de nuestra Constitución, el cual establece en su primera parte que “todos los funcionarios y trabajadores públicos están al servicio de la Nación”. Siguiendo esa línea, se entiende entonces que, los actos en los que los funcionarios públicos saquen provecho indebido de su posición, atenta contra las bases mismas del Estado.2
Este principio constitucional de buena administración supone que la sociedad en su conjunto tiene un derecho, una posición iusfundamental según la cual se puede exigir a quienes nos gobiernan y, en general a todo aquel que sea parte del aparato estatal, que en sus acciones se conduzcan con la transparencia y pulcritud debida, que hagan desaparecer cualquier asomo de acto de corrupción. A fin de cuentas, no debemos olvidar que en gran medida el motor de las sociedades civilizadas se encuentra en la confianza que se puede generar entre aquellos que toman las decisiones y aquellos que participan de las mismas.
No obstante, lo anteriormente expuesto, no deja de ser curioso como es que los países con más desigualdades sean los que tengan un mayor clima de corrupción tanto a nivel estatal como entre los particulares. Así, según el Índice de Percepción de la Corrupción (IPC)3 realizado por Transparencia Internacional, y publicado este último 28 de enero de 2021, el Perú se encuentra en el puesto 94 de 178, con una puntuación de 38; siendo los países de Nueva Zelanda y Dinamarca quienes se encuentran en el primer lugar con un puntaje de 88, lo que evidencia un número considerable de diferencias con nuestro país.
Esto se debe principal, aunque no únicamente, a la fuerte degradación del sentido ético que supone (o que debería suponer) la asunción de posiciones en las que se toman decisiones. Aunque claro, tampoco se debe perder de vista que “los factores culturales que permiten y fomentan que la corrupción se haya instalado en nuestros países, guardan relación con una cultura de tolerancia frente a la corrupción y, particularmente, una cultura de la ilegalidad, donde el respeto de las leyes, de las instituciones, de la confianza depositada por la ciudadanía es desvalorizada socialmente.”4
En los últimos días hemos sido testigos de hechos que no hacen más que evidenciar, una vez más, la decadencia de valores y compromisos éticos por parte de funcionarios y servidores públicos que olvidaron la razón de ser de la función pública.
En un escenario como el que vivimos actualmente como producto de una pandemia, la cual ha cobrado la vida ya de miles de compatriotas, la corrupción nos enrostra una realidad de la que hubiéramos preferido no tener más que el recuerdo.
No cabe duda que hechos de esta naturaleza ponen aún más contra la pared a nuestro decaído y golpeado sistema de salud. La ONU bien ha expresado que “con la presión a que están sometidos actualmente los sistemas sanitarios en todo el mundo, el desvío de recursos críticos a causa de la corrupción, pone en peligro el derecho a la salud y el derecho a la vida.”5
Y es precisamente aquí, donde encontramos un claro ejemplo de que la corrupción no es un delito sin víctimas. El indebido desvío de los escasos ya de por sí inaccesibles elementos que sirven para combatir la pandemia del coronavirus (oxigeno, camas UCI, vacunas, mascarillas, alcohol, etc.) ocasiona que muchas otras personas no puedan acceder a los mismos y, en consecuencia, se pone en grave riesgo la vida de miles de peruanos.
Sobre esta problemática particular, es preciso recordar que, incluso en tiempos normales, la corrupción afecta particularmente al sector farmacéutico. Las denuncias de corrupción en el sector de la atención médica son también persistentes. Las respuestas a la pandemia en esos dos sectores pueden dar lugar a un aumento de las actividades corruptas o abusivas que, a su vez, puede mermar las respuestas de los Estados.6 Es así como la adquisición de medicamentos y material para los sistemas de salud es una de las esferas más vulnerables a la corrupción7, no falta más que ver la realidad para comprobar esa afirmación.
Finalmente, no debemos perder de vista que todo funcionario público debe guiar sus acciones alineados a la probidad, lo que significa actuar con rectitud, honradez y honestidad, procurando satisfacer el interés general y desechando todo provecho o ventaja personal, obtenido por sí o por interpósita persona8.
1 La corrupción representa la máxima traición a la confianza pública
2 Cfr. Tribunal Constitucional. Expediente 00017-2011-PI/TC. Sentencia de 3 de mayo de 2012, fundamento 15.
3 Corruption Perceptions Index
4 CIDH. Corrupción y derechos humanos. OEA/Ser.L/V/II., 6 de diciembre de 2019, página 52.
5 ONU. Relación entre la cuestión de las empresas y los derechos humanos y las actividades de lucha contra la corrupción. A/HRC/44/43, 17 de junio de 2020, fundamento 6.
6 ONU. Relación entre la cuestión de las empresas y los derechos humanos y las actividades de lucha contra la corrupción. A/HRC/44/43, 17 de junio de 2020, fundamento 17.
7 Corruption Risks and Useful Legal References in the context of COVID-19
8 Código de Ética de la Función Pública. Numeral 2 del Articulo 6 Principios y deberes éticos del Servidor Público.
Kiara Melissa Fonseca Marquillo
Abogada por la Universidad de San Martín de Porres, con Segunda Especialidad en Derecho del Trabajo y la Seguridad Social por la Pontificia Universidad Católica del Perú. Estudios de Maestría en Gobierno y Políticas Públicas por la Escuela de Gobierno de la Pontificia Universidad Católica del Perú y en Maestría en Derecho del Trabajo y la Seguridad Social por la misma casa de estudios.