En el Perú, 7 de cada 10 trabajadores laboran en condiciones de informalidad, siendo esta realidad conocida desde ya hace varios años. Es decir, del total de personas con 14 años de edad o más que están trabajando (PEA ocupada), la mayoría se encuentra en la informalidad (casi el 73% de la tasa de empleo) y, por ello, no cuentan con ningún ingreso diario o mensual fijo, o algún seguro de salud o de pensiones (público o privado). Mientras que el grupo restante y reducido, conformado por los trabajadores privados y públicos (alrededor del 27% de la tasa de empleo), sí poseen dichos beneficios, aunque limitados.
Vivimos en un país donde impera la informalidad, en el que no poseer un empleo formal implica automáticamente no contar con ninguna medida de protección social, pues solo 1 de 4 ancianos reciben una pensión, por poner solo un ejemplo en materia previsional. Esta situación está siendo asimilada como “habitual” y “constante” no solo por la sociedad sino también por el propio Estado, ya sea por el desinterés o el desconocimiento de la “seguridad social”. Sobre todo, en momentos como el actual, en el que estamos enfrentado una emergencia de salud global al ser víctimas de los múltiples riesgos generados por el brote de la pandemia del Coronavirus (COVID-19).
En el mundo, ya existe más de 1,9 millones de infectados por el COVID-19, rebasando los 128,000 mil muertos. En el Perú, según fuentes oficiales del MINSA, hasta el 15 de abril de 2020, los casos confirmados por el virus ascendían a 11,475 que causó la muerte de 254 personas. Como estas cifras van creciendo día a día, debido a que el virus todavía no tiene cura, casi todos los gobiernos han implementado diferentes medidas para mitigar los riesgos de esta pandemia y frenar los contagios, que van desde la declaratoria de estados de emergencia sanitaria, el cierre de fronteras y aislamiento social obligatorio, entre otros paquetes de medidas de corte laboral y de seguridad social (en salud y pensiones).
¡Estamos más desprotegidos que nunca! No ante la ausencia de las “protecciones civiles” por las cuales “se garantizan las libertades fundamentales y seguridad de los bienes y de las personas en el marco de un Estado de derecho”, sino por no tener acceso –o de tenerlo, ello es muy limitado– a las “protecciones sociales” que “´cubren` contra los principales riesgos capaces de entrañas una degradación de la situación de los individuos, como la enfermedad, el accidente, la vejez empobrecida”1, el desempleo, y otros riesgos que se presentan en la actualidad (como el Coronavirus), en el marco de un Estado protector al garantizar el derecho humano y social de la seguridad social.
Al respecto, la seguridad social es un avanzado mecanismo de protección social. Es considerado un servicio público y, por ello, “es sin duda una de las estrategias políticas, económicas y sociales más importantes para cualquier país del orbe, más allá del tipo de gobierno o del perfil ideológico de sus gobernantes”. Sin embargo, “no es extraño que hoy día a muchos les suene el concepto a mero postulado de corte político, una simple entelequia al no entenderse la trascendencia de lo que significa e implica dicha seguridad social: un derecho humano y social de todos, inalienable e irrenunciable, establecido como un servicio público que debe brindar el Estado como responsable primario y final del sistema, atento a lo previsto en los artículos 22 y 25 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos”2.
De ahí que toda persona tiene derecho a la seguridad social, al ser este es un derecho humano fundamental (inherente a todo ser humano y que permite el ejercicio de otros derechos), irrenunciable (no se puede ni se debe renunciar por ningún motivo), inalienable (no se puede ceder o vender), imprescriptible (nos acompaña desde el nacimiento hasta la muerte) e indispensable para el respeto de la dignidad humana (es el fin supremo del Estado y la sociedad).
Por su parte, la Constitución de 1993 reconoce, en sus artículos 10 y 11, el derecho universal y progresivo de toda persona a la seguridad social, para su protección frente a las contingencias que precise la ley y para resguardar la dignidad de las personas –que son el fin supremo del Estado y la sociedad–, a través de dos tipos de prestaciones: las prestaciones económicas (pensiones) y las prestaciones de salud (atenciones médicas y/o subsidios). De esta manera, el Estado garantiza el libre acceso de las mismas, a través de entidades públicas, privadas o mixtas, supervisando su eficaz funcionamiento. Asimismo, en su artículo 12, establece que los fondos y las reservas de la seguridad social son intangibles y que solo tienen fines y objetivos previsionales.
Recordemos que tenemos un modelo de pensiones sui géneris, condicionado por la evolución histórica del país, así como sus normas constitucionales y legislativas, que con avances y retrocesos permite la coexistencia, en un primer momento, de dos sistemas contributivos y obligatorios, uno público (administrado por la Oficina de Normalización Previsional – ONP) y otro privado (administrado por las Administradoras Privadas de Fondos de Pensiones – AFP), a los que se suman los regímenes complementarios y los regímenes voluntarios; y, recientemente, con un sistema no contributivo de forma asistencial (Pensión 65 y Pensión para personas con discapacidad severa), aunque todavía de manera incipiente.
Al ser la seguridad social una herramienta importante para la prevención y alivio de la pobreza, se gesta mediante las prestaciones de salud (atenciones médicas y subsidios) y las pensiones, siendo estas últimas una de sus principales preocupaciones. Con las pensiones, cuyo estudio teórico y normativo está a cargo del derecho previsional, se permite3: i) otorgar protección –de manera prolongada o temporal– a la persona humana frente a diferentes estados de necesidad o contingencias sociales, sea por la vejez, invalidez, muerte, entre otros riesgos, como es el riesgo sanitario producido por el COVID-19; y, ii) buscar que dichas prestaciones económicas sean suficientes, adecuadas e íntegras para cubrir los determinados estados de necesidad que se presentan ante dichas contingencias y riesgos sociales. Estas finalidades están bajo la responsabilidad del Estado –y no de cada individuo–, ya sea a través de su intervención directa, a cargo del Sistema Nacional de Pensiones (SNP) o de manera indirecta, a cargo del Sistema Privado de Pensiones (SPP).
Ahora bien, ante el este estado de emergencia sanitaria declarado por el gobierno y aislamiento social obligatorio en el que nos encontramos, que está generando una inseguridad social de toda la ciudadanía -y no solo de la clase trabajadora formal-, además de requerirse la atención y rectoría del Estado para brindar las necesarias prestaciones de la seguridad social en salud (atención médica gratuita a todos los peruanos afectados e infectado por la pandemia); también resulta imprescindibles su atención y rectoría para implementar medidas desde la seguridad social en pensiones, sin desnaturalizar sus objetivos y finalidades.
No obstante, nótese que del paquete de medidas dadas hasta ahora ninguna tiene como objetivo implementar o (re)formular el sistema de pensiones que tenemos para garantizar una pensión pública o privada para mitigar este riesgo sanitario, es decir, una prestación económica para todas las personas que constituyen el único soporte económico de la familia para paliar los efectos económicos negativos. Por el contrario, le restan relevancia jurídica, social, económica y política a esta garantía previsional, acudiendo por medidas más facilistas, populistas y que están trasladado a cada persona la responsabilidad de velar por su protección social frente a este tipo de riesgo -cuando este debe estar siempre a cargo del Estado-; u, otorgar de manera aleatoria y focalizada bonos y subsidios monetarios en montos ínfimos.
En lugar de permitir la liberación de los fondos de pensiones de las AFP, por qué no habilitar legalmente el otorgamiento de prestaciones económicas mínimas, universales, temporales y excepcionales que cubra los estados de necesidad básicos para mitigar los riesgos producidos por el COVID-19, por el tiempo que dure el estado de emergencia y el aislamiento social obligatorio. De este modo, el Estado –y no cada individuo– sería el responsable de garantizar una “pensión por desempleo” temporal para los trabajadores formales (el 27% de la PEA ocupada aproximadamente) y de una “pensión solidaria o asistencial” para todos los todos los peruanos y las peruanas que no forman parte del empleo formal (73% de la PEA ocupada aproximadamente), pero son cabeza de familia y sustento de la misma. Los montos de dichas pensiones deberían fijarse tomando como base la remuneración mínima vital (S/ 930.00).
¿Por qué no otorgar estas pensiones para todos los trabajadores que conforman la PEA ocupada, sean formales e informales? Si antes existía un problema para su financiamiento, ahora se podría utilizar una parte de los recursos destinados para enfrentar el Coronavirus y reactivar la economía – equivalente a 26,400 millones dólares, que representa 12 puntos del producto bruto interno (PBI), según lo previsto en el Decreto Supremo 1455), sin olvidar que al final del día son los impuestos de todos los que siempre financiarán directa e indirectamente este tipo de prestaciones, en aplicación real del principio de solidaridad. Con una redistribución equitativa de esos recursos se podría hacer realidad la entrega de dichas prestaciones y, con ello, al brindar el bienestar económico y social a los trabajadores (formales e informales) que son la verdadera fuerza productiva del país; también se estará aportando en la reactivación de la economía. Por tal razón, las pensiones, como una de las principales manifestaciones de la seguridad social, “debe considerarse como un capital humano y no como un gasto”4.
La complementación de estas medidas previsional con las otras referidas a los asuntos laborales, tributarias, fiscales, sanitarias que están implementando por el gobierno, todos como sociedad afrontaremos mejor este nuevo riesgo social que ha asaltado nuestras vidas, al punto de generar la muerte de muchas personas, principalmente los que menos protección social tienen (independientes, adultos mayores, las personas de las comunidades campesinas e indígenas, entre otros).
En suma, “el objetivo del gobierno en la paz y en la guerra”, como lo acuñó Beveridge –quien creó la seguridad social– allá por los años 40, “no es la gloria de los gobernantes o de las razas, sino la felicidad del hombre común”. Y, con mayor razón de las personas que se enferman, accidentan, llegan a la vejez, quedan desempleadas, fallecen o ven asaltadas sus vidas (en lo económico y en la salud) por invasiones de pandemias, como la generada por el Coronavirus. Ante esta “sociedad de riesgos”, no nos queda más que luchar por nuestros derechos pensionarios, que es responsabilidad de toda la ciudadanía, para su garantía en el presente y tal vez en un futuro cercano.
1 Siguiendo a CASTEL, Robert. La inseguridad social. ¿Qué es estar protegidos? Manantial, Buenos Aires, 2004, p. 11
2 RUIZ MORENO, Ángel G. “Retos y desafíos de la seguridad social contemporánea: entre la realidad y la utopía”. Revista Jurídica Jalisciense, Número 1 / 2010, pp. 126-127.
3 ABANTO REVILLA, César. Manual del Sistema Nacional de Pensiones. Gaceta Jurídica, Lima, 2014, pp. 36-37.
4 ORGANIZACIÓN INTERNACIONAL DEL TRABAJO (OIT). Informe IV. Empleo y protección social en el nuevo contexto demográfico. Conferencia Internacional del Trabajo, 102ª reunión. OIT, Ginebra, 2013, p. 126.
Javier Paitán Martínez
Abogado por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (UNMSM). Adjunto de docencia de la Maestría en Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Miembro principal del Círculo de Estudios Laborales y de la Seguridad Social (CELSS) de la UNMSM.